SÚCUBO: Primer capítulo.

 



CAPÍTULO 1.

 

Tenía hambre. Ese día me había despertado de bajón porque el pasado me había golpeado en la nariz con demasiada fuerza. Los recuerdos no paraban de asaltarme una y otra vez: mi padre gritando en el Infierno justo antes de que nos expulsaran; mi madre matando; mi hermana riendo a carcajadas con sangre en los dientes y el cuerpo de un hombre en los pies; mi mudanza de Cracovia a Nueva York; mi nueva vida; el amor.

El amor. Nunca hasta llegar a Manhattan lo había sentido, y lo cierto es que lo agradecía, porque ¡cómo dolía! Incluso siendo un demonio, el maldito sentimiento era lo que más daño me hizo.

Tragué saliva intentando centrarme en el presente.

No quería recordar lo ocurrido. No quería recordarlo a él. Las esperanzas, las risas, las lágrimas, la traición, la decepción, la tristeza, la rabia…

«Joder, ya está bien. ¡Para, me cago en todo!». Me obligué.

Qué raro, ¿verdad? Escuchar a un demonio hablando de amor, digo.

Pues sí. Yo, una maldita súcubo, se enamoró de un mortal, y este me destrozó desde dentro. Por esa razón estaba allí agazapada entre las sombras, esperando a que saliera del bar mi siguiente víctima.

Era lo bueno que tenía Manhattan: por muy transitado que fuera, había callejones oscuros que de noche eran perfectos para matar, y cuando estaba de bajón era lo único que me animaba. Dejarme llevar, dejar que mis instintos de demonio tomaran el control sin importarme nada más, era lo mejor del mundo, como si me inyectaran adrenalina directamente al corazón.

La puerta del bar se abrió. De él salió un hombre arreglado, con el traje y la corbata algo descuidados, como si se hubiera peleado o estuviera borracho a más no poder.

Me dieron ganas de ronronear al verle la cara: era guapo. ¡MUY GUAPO! Su pelo era rubio, corto, algo descuidado y espeso. Sus ojos eran grises y estaban enmarcados por unas pestañas preciosas y tupidas.

GUAU. Su aspecto me daba un hambre tremenda, no solo de apetito, también de sexo. El demonio que llevaba dentro estaba que ardía. Parecía el típico hombre de negocios, de hombros anchos, barba de tres días y sonrisa impecable que te encandilaba con dos palabras y un guiño.

¡Cómo disfrutaría despeinándolo!

Con cuidado, me deslicé por la pared sin hacer el más mínimo ruido. Mi cuerpo era elástico, delgado, y sabía cómo mover las caderas de un modo sinuoso para que los hombres cayeran en mis redes. De hecho, no necesitaba demasiado para que lo hicieran, ya que era una súcubo, y os recuerdo que estábamos creadas para eso: seducir. Ningún hombre se resistía a nuestros encantos, a nuestro poder sexual. Era tanto, que alguna vez logré que un hombre se corriera con dos palabras dichas en el momento adecuado.

Anduve tras él. El sonido de mis tacones resonó en el callejón haciendo que el hombre mirara por encima del hombro en mi dirección. Al verme se quedó rígido, helado en el sitio.

Era consciente de lo que estaba sintiendo: miedo a la par que excitación. En cuanto me vio notó algo peligroso en mí, algo que no podría explicar, pero ahí estaba: su subconsciente le diría que yo era peligrosa, pero su polla estaría dura como una piedra y su corazón latiendo con fuerza. Querría huir, pero se sentiría hipnotizado, caliente, tentado como nunca antes lo estuvo.

Era el efecto que provocaban las súcubos. Por mi parte, meneé la melena mientras andaba, lanzando en su dirección parte de mi poder demoníaco sexual. Podía graduarlo según la dificultad del hombre. Algunos eran auténticos expertos y podían aguantar la tentación, así que tenía que aumentar mi poder demoníaco, mientras que otros caían con el primer movimiento de muñeca.

Este era de los difíciles.

Se giró hacia mí.

Empezaba el juego.

Joder… ¡qué bueno estaba! Qué hambre del poder masculino que lo rodeaba, qué ganas de llevarlo hacia la pared y besarlo, mientras absorbía parte de su vida y su energía para mí. Necesitaba sentirme mejor y olvidar el pasado ya. Ansiaba agarrar su musculosa y venosa polla entre mis manos, y hacer que se derritiera, que me lo diera todo.

Puede que incluso su alma.

—¿Quién eres? —preguntó.

En su mirada vi que él también tenía sus propios problemas, como todos. Me observó con curiosidad y con desconfianza.

Aumenté las ondas de poder sexual que salían de mi cuerpo.

—Me llamo Katrina. ¿Y tú?

—Mi nombre es Óscar.

Me acerqué a él y coloqué mi mano en su pecho. Noté que dejaba de respirar unos segundos.

Estaba confundido. Su cuerpo no hacía caso a las advertencias de su mente.

—Encantada de conocerte, Óscar. ¿Estás bien? No pareces muy contento.

El hombretón sacudió una mano quitándole importancia.

—Son temas del trabajo, no te preocupes. —Tragó con dificultad—. En fin, Katrina, no quiero molestarte. Cuando estoy borracho no soy muy educado que digamos.

Ya estaba sometido a mi hechizo, si no, ¿por qué quedarse después de decir eso?

—No me interesa que seas educado, Óscar. Yo también tengo un mal día, como tú, así que quiero ayudarte. Quiero que nos ayudemos.

Mi mano recorrió su paquete por encima de los pantalones.

Vaya, estaba erecto, y su pene tenía un tamaño considerable y apetitoso. Seguro que entre mis palmas sería pesado y necesitaría de las dos manos para recorrerlo de arriba abajo.

—¿Qué me está pasando? ¿Es el alcohol?

Me agarró de los hombros. En vez de separarme como haría con una mujer normal, me apretó contra su erección.

—No es el alcohol. Es la magia.

No necesitó más: se entregó a mí en cuerpo y alma. Sus manos masculinas me resultaron cálidas cuando me agarraron de las mejillas, lo cual me sorprendió. ¿Hacía cuánto un beso no me hacía gemir? Mucho. Y aquél hombre me acababa de pillar desprevenida. Me hizo sentir que tenía el control durante un pavoroso momento, y es que no soportaba someterme a ningún mortal por muy bien que besara o muy guapo que fuera, por muy bien que oliera, muy bien que supiera su saliva…

«¿¡Pero qué cojones?!»

Me alejé de él. No me extrañó ver su expresión caliente, pero sí cómo mi corazón se desbocó al notar bajo la yema de mis dedos su pulso acelerándose.

 

No me ocurría desde…, desde…

Óscar estampó sus labios contra los míos y excavó con su lengua en mi boca.

—No sé quién eres, de dónde vienes, ni por qué me vuelves loco, pero te juro que voy a disfrutarte como si no hubiera un mañana. Me lo merezco…. Hoy me lo merezco.

Interesante. Mis víctimas normalmente estaban tan ocupadas en no correrse antes de tiempo que preferían no hablar. No tenía ni idea de qué hacía al mortal distinto, pero lo era, igual que lo fue…

NO.

No debía pensar en el pasado. Debía vivir en el presente y, sobre todo, saciar mi apetito.

Agarré a Óscar de la camiseta y decidí tratarlo como a cualquier otro y olvidarme de las sensaciones que estaba despertando en mí. Lo empujé hacia un portal vacío, lo arrastré a una esquina, y allí sus manos buscaron mi trasero, me levantaron y me atraparon entre la fría pared y su enorme erección.

Muy cerca de mí, preguntó:

—¿Sientes esto, Katrina? ¿Lo sientes?

Uf… ¡qué bien sonaba mi nombre en sus labios!

—Es magia, Óscar. No hay vuelta de hoja.

—No es solo magia. Me haces algo: lo sé. No eres como las demás. ¿Qué hechizo me has lanzado, bruja?

Me dieron ganas de poner los ojos en blanco. ¿De verdad acababa de decirme bruja?

—Si tú supieras lo que soy en realidad...

—Me da igual. No me importa. Solo quiero que me hagas olvidar. Katrina, ¡hazme olvidar!

Me mordió el labio inferior, agarró mis muñecas, las colocó sobre mi cabeza y, con la otra mano, recorrió mi escote y mi tripa en dirección descendente hasta llegar a mi entrepierna.

—¿Te gusta tenerme así, Óscar?

—¿Tú qué crees? —se miró la entrepierna.

Sonreí.

—Creo que te gusta incluso más de lo que tu polla dice.

—Te lo aseguro.

Se acercó de golpe, con firmeza, y recorrió mi cuello con la lengua mientras su mano derecha desabrochaba mis pantalones de cuero y los bajaba. Su dedo esquivó el tanga y se coló en la estrecha apertura de mi vagina.

—Katrina, ¡qué húmeda estás!

Era cierto. Aquél insignificante mortal estaba haciendo que me pusiera como una moto. Y me jodía, no os equivoquéis, porque esto lo hacía para satisfacer mi instinto demoníaco y alimentarme de la energía de los humanos, no porque estuviera cachonda o necesitara sexo. Estar allí, sometida a aquél gigante rubio, me desconcertaba tanto que apenas sabía reaccionar con normalidad.

Intenté reponerme: cogí impulso y apresé el cuerpo del hombretón contra la esquina.

Él me lanzó un vistazo sorprendido a la par que divertido.

—¡Qué fuerza tienes! ¿Debo dar por hecho que sabes artes marciales?

—¡Shhh! —Coloqué mi dedo en sus labios—. Tú calla y disfruta: voy a sacar todo lo que hay dentro de ti.

Un humano tan peligroso para mí, no podía vivir para contarlo.

Él sonrió creyendo que hablaba solo de sexo, lo que no sabía era que pretendía acabar con su vida allí mismo.

Le clavé los dientes en el fornido cuello haciéndole soltar un gemido de lo más erótico. Un gemido que me puso los pezones de punta y me mojó más de lo que ya estaba. Me restregué contra su polla dura, bajé las manos, desabroché sus vaqueros y la empuñé con una mano.

Como esperaba, era pesada, gruesa y tan apetitosa que no pude soportar la tentación de agacharme delante de él, agarrarlo y atraerlo hacia mí.

Me relamí.

—No sé cómo lo has hecho, Katrina. Te prometo que no lo sé, ¡pero mira cómo me tienes!

Me penetré hasta la garganta para hacerlo callar. De inmediato, Óscar echó la cabeza hacia atrás y profirió un gemido rasgado, masculino. Contrariada  por lo que despertaba en mí, me froté con disimulo la entrepierna con la mano en un intento de calmar mi deseo.

Empecé a bombear su pene dentro de mi boca mientras lo lamía cuan largo era.

—Sí, lámeme. ¡Lámeme! —pidió hechizado por lo que le estaba haciendo.

Joder, si seguía hablando sería yo la que acabaría corriéndome antes de tiempo.

Me negaba.

Agarré sus testículos con mimo sin dejar de lamerlo, chuparlo y saborearlo. Y su polla no dejó de vibrar en mi boca, de temblar y de endurecerse, haciéndome que me preguntara qué control debía tener sobre sí mismo en la vida real.

Me levanté sin dejar de tocarlo, bajé mis pantalones y rodeé sus caderas con una pierna.

—Dame lo que quiero —ordené.

No esperó: agarró mis cachetes, me abrió y me penetró arrancándome un gemido agudo.

¡Madre del amor hermoso! ¿Por qué sentía aquello? ¿Por qué este humano tenía que despertar en mí sentimientos ya olvidados, a los que rechazaba? No me lo podía permitir. En primer lugar, porque era una puta súcubo. Un demonio que utilizaba a los hombres para alimentarse, saciarse y divertirse. Ellos para mí eran simple distracción y ninguno lograba interesarme. Pero Óscar… ¿qué pasaba con él?

Clavé mis uñas en su ancha espalda y me dejé llevar por sus poderosas acometidas. Entonces fue cuando arañé su piel provocándole heridas y, a través del tacto, comencé a absorber su juventud, sus ganas de vivir, su energía, y empezó a morir.

Si todo iba bien, confundiría su debilidad con las secuelas del orgasmo, caería al suelo, le entraría sueño y nunca volvería a despertar.

Lamí su oreja.

—Vamos, precioso, córrete en mí. Estoy deseando notar cómo me llenas.

Lo hizo. Nada más oírme, se descontroló y se vació en mi interior con embestidas lentas, suaves, con un mimo que, sorprendentemente, desencadenó un orgasmo por mi parte.

Vino así: de pronto, dejándome hecha un cromo entre sus manos, haciéndome sentir como una muñeca de trapo sin voluntad. Fue tan demoledor que me asusté, ya que llevaba sin correrme desde que…

Mierda, ¡otra vez!

PASADO CACA. ¡CACA!

Debilitado, Óscar cayó al suelo, desangrándose sin ser consciente de ello. Lo acompañé en su caída con las uñas clavadas en su piel.

Ya estaba: el humano desaparecería y mi vida volvería a ser como antes. No me arriesgaría a volver a enamorarme nunca.

JAMÁS.

Al caer se le levantó la chaqueta.

—Ahhh… No entiendo qué me pasa. Tengo un sueño terrible.

Intentó incorporarse.

Yo no lo dejé.

—No te levantes, pareces un poco mareado. Además, así te tengo todo para mí.

Pasé mis labios por su nuez. Su aliento me golpeó la frente.

—Tengo que hacerlo. Tengo que llegar a mi casa. Necesito…

Se quedó inconsciente.

¡Era impresionante sentir cómo su juventud me daba fuerzas! Ese hombre tenía una energía potente, poderosa, y yo sentía como si mi batería interna se cargara con él. Describirlo era difícil, ya que alimentarse de un humano para los demonios era como drogarse: desaparecía el mundo. Tan solo existía el éxtasis, la felicidad y el placer.

En ese punto estaba cuando, de refilón, vi algo en su piel que me llamó la atención.

Levanté su camiseta y… me quedé helada. Aparté las uñas de su espalda de golpe mientras me alejaba agazapada al suelo, aterrada. ¿Era auténtico lo que estaba viendo?

No podía ser. ¿Acababa de encontrar a uno de los elegidos marcados por el Diablo?

Vosotros aún no lo entendéis, pero los humanos marcados por el Diablo eran sagrados, respetados y, bueno, es una historia que contaré más adelante, porque en ese instante apenas podía respirar por la sorpresa.

No porque fuera un humano marcado por el rey del Infierno.

No porque escasearan tanto que incluso los demonios pensábamos que eran leyendas.

Me asusté porque la marca los hacía inmunes a los engaños de los demonios, lo cual implicaba que todo lo que había ocurrido entre nosotros era real. Tanto por su parte, como por la mía.

Por primera vez en mucho tiempo, no supe que hacer. Coloqué las manos sobre mi cabeza y anduve de un lado a otro repitiéndome:

—Casi mato a un Elegido. ¡Casi mato a un Elegido!

Me arrodillé a su lado. Dudaba de que él supiera lo que era la marca, así que le borraría la memoria y no volvería a cruzármelo jamás. Él no recordaría mi cara, ni lo acontecido esa noche. Tan solo se despertaría a la mañana siguiente rodeado de sangre, preguntándose que eran las marcas de su espalda y qué coño había ocurrido.

Eso hice: coloqué las palmas sobre su cabeza, y le borré la memoria.

Me giré de golpe al escuchar la puerta del portal abrirse.

¡Lo que me faltaba!

Delante de mí tenía a uno de los Cazadores de Nueva York: Neo.

—Neo —lo saludé aún intentando reponerme de lo que acababa de vivir.

—Katrina, me imaginaba que esta noche saldrías de caza. Mi brújula —sacó una brújula dorada del tamaño de mi puño, de su chaqueta— me ha traído hasta ti.

Me preparé para la acción.

Neo no solo era uno de los Cazadores de Nueva York, también era el más hábil con las armas, y pocos demonios se enfrentaban a él y vivían para contarlo. Llevaba meses evitándolo, y acababa de encontrarme.

Su sonrisa me erizó el vello.

—Qué mala suerte. —Solté una risita.

Por mucho miedo que me diera el tal Neo, los demonios adorábamos la acción, la lucha y la sangre, y mis baterías recién cargadas pedían un poco de diversión.

—Veo que has matado a un mortal.

Me encogí de hombros.

—Puede que haya alguna oportunidad para él aún.

—¿Está vivo? —Lo observó.

—Sí.

Neo asintió, solemne.

—Ha tenido suerte. De todos modos, no me gusta lo que estáis haciendo con mi ciudad. Llevamos un mes de asesinatos que… —negó con la cabeza—, no puede seguir así.

Sin esperar mi respuesta, el Cazador sacó una pistola cargada con balas bendecidas, y disparó en mi dirección. Al instante desaparecí frente a sus ojos y aparecí a su derecha. Le lancé una patada hacia la cabeza que bloqueó con maestría. No contento, consiguió agarrar mi pie en el aire y tiró de mí, haciéndome perder el equilibrio. Una vez en el suelo, pataleé como haría una gata, golpeándole las rodillas, y él se apartó y me apuntó una vez más con la pistola.

Rodé. Escuchaba las balas impactando cerca de mi cabeza, pero no me rendiría. Conseguí levantarme y de nuevo utilicé mi súper velocidad para acercarme a él. Le golpeé con el codo en las costillas haciendo que se girara en mi dirección con cara de enfado.

¡Qué resistente era ese maldito Cazador! Con razón era tan temido en el mundo de las tinieblas. Lo llamaban El Cazador de Hierro, porque se reponía de los ataques físicos en menos de lo que canta un gallo.

Sin pensarlo dos veces, agarré la puerta del portal y salí de allí tan rápido como me permitieron los pies.

—¡Tiempo al tiempo, Katrina! ¡Tiempo al tiempo!

Escuché su amenaza a mis espaldas.

Había conseguido escapar por los pelos. No solo eso: los errores de otros demonios empezaban a repercutirme, y eso no me gustaba nada. ¿Sesenta asesinatos en menos de un mes? ¡Venga ya! Los demonios teníamos prohibido realizar más de cinco asesinatos al mes ya que, si la cosa se descontrolaba, el mundo nos descubriría, se pondría en nuestra contra, y no sería tan rápido el conseguir comida, energía, sexo, y otros beneficios más que nos conferían los humanos.

Tenía que encontrar al responsable de las muertes y darle una lección, porque no solo atraía a los Cazadores, sino que eliminaba mortales más rápido de lo que se reproducían, y así lo único que conseguía el asesino era descompensar el equilibrio.

¿Qué sería de los demonios sin humanos con los que divertirse? Nada, la verdad. Y el capullo, la capulla, o grupo de ellos, estaba acabando con todos los neoyorkinos.


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